Tijeras, papel y pegamento. Con estas herramientas, el pintor Henri Matisse (1869-1954) se embarcó en los últimos años de su vida en uno de sus más personales proyectos. Separado, con su mujer y su hija arrestadas por la Gestapo acusadas de formar parte de la Resistencia francesa, convaleciente de una grave operación, el pintor francés logró con tan humildes utensilios algunas de sus obras más personales y vitalistas, mostradas ahora, y durante todo el verano, en la Tate Modern de Londres.
Entrar en las salas que la Tate Modern de Londres dedica hasta el 17 de septiembre a una parte poco conocida de la obra de Matisse es escalar el séptimo cielo del color. Una explosión de luz, de tonos primarios, vibrantes, cálidos. La exposición muestra los papeles recortados que el pintor realizó en los últimos años de su vida, entre 1937 y 1954. Nicholas Serota, director de la Tate, ha perseguido durante más de 30 años poder exhibir las 130 piezas que ahora se muestran, entre ellas las cuatro siluetas desnudas en tonos azules que Matisse recortó en 1952; resulta impactante poderlas contemplar ahora juntas por primera vez.
“¿Quiere dedicarse a la pintura? Empiece por cortarse la lengua, porque a partir de ahora no debe expresarse más que a través de los pinceles”. Así de afilada fue la respuesta que Henri Matisse dio a un principiante que acudió a él en busca de consejo. Matisse, enfermo, casi sin fuerzas, empezaba a vislumbrar nuevas formas para pintar, ya que no podía ni acercarse al caballete. “Tengo necesidad ahora de emplear medios distintos de los que me son propios”. De esta forma empezó a dibujar con las tijeras: “Recortar en vivo sobre el color me recuerda a los escultores que tallan la piedra directamente”.
Matisse creó estas obras tan coloristas dibujando con las tijeras en hojas de papel coloreadas de antemano por sus ayudantes, asociando la línea al color, el contorno y la superficie. Dejó dicho que tenía la impresión de anticiparse a lo que estaba por venir. “Nunca, creo, he conseguido tanto equilibrio como realizando estos papeles recortados. Pero sé muy bien que tendrá que pasar un tiempo antes de que se den cuenta de que lo que yo hago hoy estaba de acuerdo con el arte del futuro”.
Acertó. No olviden que estamos hablando de los años posteriores a 1945, cuando el mundo estaba tan dolorido tras la guerra que aquellos papeles coloristas agrupados en formas abstractas eran, a ojos de los profanos, un mero entretenimiento de un viejo muriéndose de cáncer. “Los colores son fuerzas. Es preciso organizarlos con el fin de crear un conjunto expresivo”, sostenía.
Matisse recortaba porque le parecía en aquel momento lo más simple y directo para expresarse. “No existe ruptura entre mis viejos cuadros y mis recortes; sólo que, con algo más de absoluto, algo más de abstracción, he alcanzado una forma decantada hasta lo esencial y de aquel objeto que antes presentaba en la complejidad de su espacio, he conservado el signo suficiente y necesario para hacerlo existir en su gama propia y en el conjunto en que lo he concebido”.
En 1941, cuando salió de una operación intestinal que casi le lleva a la tumba, comentó a sus íntimos que el destino le había regalado una segunda vida y se disponía a aprovecharla. Comienza a dibujar con las tijeras. Las soluciones que ha descubierto con sus guaches de papel recortados las traslada a las grandes composiciones: Polinesia, el cielo; Polinesia , el mar (1946). Sus recuerdos le retrotraen al Tahití que visitó muchos años antes y recuerda las maravillas submarinas que veía al bucear: “Con mis ojos abiertos absorbo todo como una esponja absorbe el líquido. Es ahora cuando aquellas maravillas regresan a mí, con ternura y claridad”. Se ha vuelto un naturalista.
Alfileres, chinchetas, y pegamento cuando ya estaba seguro de la composición final. Su mente no para de idear formas que cuelgan por todos los huecos de su residencia. El pintor superaba sus peores momentos recordando la impresión que le produjo el ejemplo de un Renoir anciano y enfermo, con sus manos vendadas y los dedos nudosos, deformados por la gota, incapaces de sostener un pincel, pero que tozudo insistía. “Y yo”, decía Matisse, “jamás vi a un hombre tan feliz. Me prometí a mí mismo que nunca permanecería ocioso”.
Lo cumple a ratajabla. En la película rodada por Adrien Maeght en aquellos años duros se le ve recostado en la cama, mientras pide a su secretaria, su última musa, Lydia Delectorskaya, trozos de papel pintado de colores que él va recortando armado de unas grandes tijeras. En otras secuencias, cuando puede levantarse de la silla de ruedas, indica cómo han de pegarse los distintos recortables, unos al lado de otros en las paredes de Villa Le Rève, en Vence, en el Sur de Francia, para formar siluetas, hojas de acanto, flores de nieve, la forma sinuosa de El caracol, papeles recortados en una espiral que semeja la concha del molusco.
Matisse siempre trabajó con los sentimientos a flor de piel. Las obras despiden espontaneidad, pero en absoluto son fruto de ella. Todo lo elabora minuciosamente. Es una tarea intelectual que le vuelve gruñón y malhumorado. Él piensa, reflexiona una y otra vez sobre cómo abordar las ideas. Una vez se le escapó que uno de sus óleos más famosos, Mujer con blusa rumana (1940), le llevó más de seis meses pintarlo. En los años treinta diseña la escenografía y los vestidos para el ballet de la Sinfonía nº 1 de Shostakovich en cinco colores: blanco para el hombre y la mujer, amarillo para la maldad, azul para la naturaleza, rojo para el materialismo y el negro para la violencia. A petición del coleccionista norteamericano Albert Barnes, traslada aquella sinfonía al mural de La Danza con siluetas de papel recortadas. Años después, en 1940, retoma la idea para las 20 imágenes de un libro que titularía Jazz: “El jazz auténtico tiene magníficos elementos, el talento de la improvisación, de la vitalidad, de la armonía”. El libro son recuerdos de cuentos populares, del circo y de viajes. Escribe en él con una letra grande, redonda, generosa, frases como sentencias. “Decapar en vivo el color me recuerda la forma de tallar del escultor. Este libro ha sido concebido con este espíritu”.
En 1947, con 82 años, Matisse se embarca en un nuevo proyecto, diseñar los vitrales de la capilla del Rosario en Vence. Durante los años de su enfermedad, había entablado amistad con una de sus modelos, Monique Bourgeois, convertida luego en monja dominica, la Hermana Jacques. Idea sus recortables transformados en ventanales compuestos por vidrios de tres colores, azul ultramar, verde botella y amarillo limón. En las paredes blancas de la capilla, las cerámicas en blanco con dibujos negros: “¿Creo en Dios? Sí cuando trabajo y me siento ayudado por alguien que me lleva a hacer cosas que me sobrepasan”.
Después de la capilla de Vence, Matisse trabajó en sus grandes siluetas. En Las Telas aterciopeladas, conjuntos de rectángulos coloristas, suprime los planos entre la figura y el fondo. Son los años de sus Desnudos azules (1952), de Zulma (1950), un desnudo de mujer de 238 X 130 centímetros construido casi como un óleo. Ha logrado hacer sus esculturas sobre un soporte intangible. Son etéreas, se escapan del papel.
Y cuando los ojos se han llenado de las formas de Matisse, atraviesas la última sala de la Tate dedicada a los recortables y encuentras fuera a un ejército de niños que dibuja motivos infantiles en ordenadores con los nueve colores del pintor: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta, morado, negro y marrón, composiciones que luego se proyectan sobre las paredes. Un buen final para la obra del pintor que desafió a la muerte armado de tijeras. Uno de los más grandes artistas del siglo pasado....
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