El manuscrito de Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade, fue robado a sus legítimos dueños por un editor sin escrúpulos en 1982. Tras ser escondido, vendido y peleado por dos familias durante un largo litigio judicial, la mítica obra escrita por el Divino Marqués mientras estaba preso por pederastia en la Bastilla, ha reaparecido en Ginebra, y ahora ha regresado a París de la mano de un emprendedor y bibliófilo francés, llamado Gérard Lhéritier, presidente y fundador del Museo de las Letras y los Manuscritos, una institución privada.
El nuevo propietario del pergamino sádico asegura haber dedicado tres años de negociaciones y pagado siete millones de euros por el original, que ha sido asegurado por Lloyds en 12 millones y se convierte así, según decía ayer la Agencia France Presse, en uno de los tres originales más caros depositado en Francia.
Los 120 días de Sodoma es una especie de catálogo interminable de perversiones sexuales y actos criminales en cascada y a granel. Cuatro hombres de entre 45 y 60 años, encerrados en pleno invierno en un castillo de la Selva Negra, someten a 600 abusos, sevicias y vejaciones de toda índole a 40 muchachas y muchachos, que sufren su poder y su violencia durante cuatro meses.
Casi dos siglos después de ser escrita, en 1976, la obra sería llevada al cine —Saló o los 120 días de Sodoma— por Pier Paolo Pasolini, que la releyó como una metáfora precursora del fascismo.
Donatien Alphonse François de Sade escribió el libro, el primero y de largo el más escatológico de los que redactó, en 1785, en su celda de la Bastilla y sin que sus captores se dieran cuenta. El marqués había sido condenado por abusar de varias niñas, y en 1777 se vio obligado a imaginar sus fantasías en la cárcel de Vincennes. De allí fue trasladado a la prisión de la Bastilla.
El 22 de octubre de 1785, el preso más culto de Francia se pone manos a la obra. Como no puede utilizar hojas grandes sin que se las confisquen, pasa hasta el 28 de noviembre escribiendo -con una caligrafía minúscula y rectilínea y a razón de tres horas diarias-, cada mínimo hueco de unos pequeños folios de 12 centímetros de anchura. Por las dos caras.
Ingenioso, el marqués decide ensamblar las hojas en un rollo de 12,10 metros de largo, que esconde cada día entre las piedras de su celda.
Unos años más tarde, durante los agitados días de julio de 1789, el pueblo de París toma la Bastilla. El día 2, el impenitente ateo y erotómano asiste a la revuelta desde su ventana y arenga a las masas, animándolas a quemar el palacio. Los empleados del Rey deciden trasladarlo, desnudo según la leyenda, al psiquiátrico de Charenton. Sus efectos personales y el legajo quedan atrás. El fuego destruye la Bastilla. Hasta su muerte en el psiquiátrico, en 1814, el marqués, que pasó entre rejas 27 años de los 74 que vivió, lamentaría la pérdida de su mayor obra. Poco antes de morir, dijo haber llorado “lágrimas de sangre”.
Pero, en realidad, el rollo no se había perdido. Alguien lo encontró entre las ruinas y dando muestras de evidente sadismo se lo vendió a otro marqués, el de Villeneuve-Trans, cuya familia lo conservó hasta finales del siglo XIX, para acabar vendiéndoselo al psiquiatra berlinés Iwan Bloch, que lo publicaría, lleno de errores, en 1904.
En 1929, Charles y Marie-Laure de Noailles, ella descendiente de Sade por parte de madre, adquieren el manuscrito y lo publican en una edición limitada a bibliófilos para evitar la censura. La buena pluma y la mala fama del marqués lo relegarían a la clandestinidad incluso después de muerto. En 1957, Jean-Jacques Pauvert, editor de Justine, fue condenado a destruir la edición por un tribunal de París aunque Georges Bataille y Jean Cocteau testificaron que se trataba de una obra maestra.
La historia moderna del rollo es otra novela en sí misma. El original se encuentra hoy en perfecto estado de conservación y será expuesto en septiembre en el Instituto de las Letras y los Manuscritos para conmemorar el 200 aniversario del filósofo, escritor, político y aristócrata. Pero ese final feliz es el epílogo a una rocambolesca batalla judicial que ha durado 25 años.
La hija de los Noailles, Nathalie, entregó en 1982 el rollo a un amigo, el editor Jean Grouet, junto a la partitura original de Noces, de Igor Stravinsky. Unos meses después, la inocente Noailles pide a Grouet que le devuelva el pergamino. Pero el editor le da una caja vacía, que según la leyenda tiene forma fálica. Grouet había vendido el 17 de diciembre el original de Sade al suizo Gérard Nordmann por 300.000 francos.
Noailles denuncia el caso a la Interpol y se abre una enconada lucha judicial. En 1990, Francia interviene, afirmando que el manuscrito robado debe ser restituido a sus dueños. En 1998, un tribunal federal suizo falla que Gérard Nordmann —que había fallecido en 1992— había comprado legalmente y de buena fe el documento.
Finalmente, hace tres años, sus herederos deciden vender el tesoro. Un francés rico lo compra por siete millones de euros. Ahora, Los 120 días de Sodoma regresan a la patria. Poco importa si el marqués, tan talentoso y genial como golfo y depravado, ha sido entretanto sepultado por el paso del tiempo y el imparable avance de la hipocresía y la mediocridad.
Queda, desde luego, el sustantivo: desde finales del XIX, sadismo se usa como antónimo de masoquismo en casi todas las lenguas del mundo para designar la satisfacción ligada al sufrimiento o la humillación infligida a alguien. Por poner un ejemplo reciente, hace solo unos días el cineasta finlandés Akis Kaurismäki, dijo: “No es capitalismo, es sadismo”.
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